Libros, cine... y hasta ahora el fútbol es de interés general.
Hace años, cuando se decidió empezar a cobrar por la entrada en el Museo del Prado, un ciudadano expresaba su malestar ante un periodista de televisión. Cuando éste le interrogó sobre si dejaría de visitar el Museo, sin inmutarse respondió que no lo creía, pues nunca había estado en la pinacoteca, pero eso no quitaba para que estuviera “mal” cobrar por ver a los “grandes pintores”. Mucho de este razonamiento popular radica en las unas veces llamado “interés general”, otras “excepción cultural” o el “derecho a la información” y que básicamente pasan por expropiar o confiscar.
Hace unos días, el Tribunal General de la Unión Europea en sus sentencias FIFA (T-68/08) y UEFA (T-55/08) daba un paso más en esta dirección. En efecto, el Tribunal permite a Bélgica y Reino Unido decretar que todos los partidos de fútbol del Mundial y de la Eurocopa, en aras de proteger el derecho a la información de sus ciudadanos, son acontecimientos de gran importancia para la sociedad, impidiendo a los titulares de los derechos retransmitirlos en exclusiva, obligando a su difusión en abierto. En España, con la Ley Cascos, la misma que obliga a retransmitir en abierto un partido de la Liga en cada jornada, los españoles, en aras del derecho a libre expresión, ahí es nada, resulta que podemos ver gratis el Villareal contra el Sevilla, aunque esto reduzca los ingresos de los clubes, como la CNC ha señalado en repetidas ocasiones.
Y no es un caso aislado. Suponemos que el lector conoce que los libros en España podrían adquirirse a mejor precio si no fuera porque su precio es fijo, es decir, salvo en determinadas circunstancias no se permite a las librerías vender los libros por debajo del precio marcado por el editor. En cualquier otro sector, la CNC pondría una multa de escándalo por limitar la competencia en precios, pero resulta que en España el libro se considera un “soporte físico que contiene la plasmación del pensamiento humano … posibilitando ese acto trascendental y único para la especie humana, que es la lectura”, y como “la difusión de esas creaciones, su valor cultural y su pluralidad requieren una cierta garantía” (Ley la Lectura), se impone el precio fijo. También el lector sabe que el Estado considera que el cine, “como manifestación artística y expresión creativa, es un elemento básico de la entidad cultural de [España]” (Ley del Cine), hay que financiarlo, aunque por una falta de argumentos evidente resulte cada año menos atractivo para los espectadores. Por mucho que se haga en nombre de muy elevados principios, todas estas medidas suponen una suerte de expropiación o confiscación.
Es el mercado el que debe decidir. Ver desbordar a CR7 cuesta el dinero que el titular de sus derechos, el Real Madrid, diga que cuesta, y no es el Estado quien para regalárnoslo ni siquiera a aquellos que creamos que el portugués es un ser superior que ha venido a librarnos del argentino pusilánime. Descubrir la inocencia a través de los ojos de Murillo en “La Sagrada Familia del Pajarito” cuesta el dinero que el titular de sus derechos, el Reino de España, diga que cuesta mantener tan magnífica pinacoteca, sin que los españoles ostentemos un derecho natural a disfrutarlo gratis. Zambullirse en la oscuridad humana de la mano de Casement en “El sueño del celta” debe valer lo que los seguidores de Vargas Llosa estamos dispuesto a pagar a quien debe fijar su precio, que son las librerías, que por algo son quienes lo venden. El delicado monólogo de Diego, el de “Primos” de Daniel Sánchez-Arévalo, ante la tumba de su padre sobre el miedo a la soledad, atrae suficientes espectadores, sin que el Estado tenga derecho alguno a sacar de nuestros bolsillos dinero para financiar la película. El talento no necesita de la confiscación, ni los ciudadanos que en nuestro nombre se expropie bajo la excusa de la defensa del interés general.
Hace unos días, el Tribunal General de la Unión Europea en sus sentencias FIFA (T-68/08) y UEFA (T-55/08) daba un paso más en esta dirección. En efecto, el Tribunal permite a Bélgica y Reino Unido decretar que todos los partidos de fútbol del Mundial y de la Eurocopa, en aras de proteger el derecho a la información de sus ciudadanos, son acontecimientos de gran importancia para la sociedad, impidiendo a los titulares de los derechos retransmitirlos en exclusiva, obligando a su difusión en abierto. En España, con la Ley Cascos, la misma que obliga a retransmitir en abierto un partido de la Liga en cada jornada, los españoles, en aras del derecho a libre expresión, ahí es nada, resulta que podemos ver gratis el Villareal contra el Sevilla, aunque esto reduzca los ingresos de los clubes, como la CNC ha señalado en repetidas ocasiones.
Y no es un caso aislado. Suponemos que el lector conoce que los libros en España podrían adquirirse a mejor precio si no fuera porque su precio es fijo, es decir, salvo en determinadas circunstancias no se permite a las librerías vender los libros por debajo del precio marcado por el editor. En cualquier otro sector, la CNC pondría una multa de escándalo por limitar la competencia en precios, pero resulta que en España el libro se considera un “soporte físico que contiene la plasmación del pensamiento humano … posibilitando ese acto trascendental y único para la especie humana, que es la lectura”, y como “la difusión de esas creaciones, su valor cultural y su pluralidad requieren una cierta garantía” (Ley la Lectura), se impone el precio fijo. También el lector sabe que el Estado considera que el cine, “como manifestación artística y expresión creativa, es un elemento básico de la entidad cultural de [España]” (Ley del Cine), hay que financiarlo, aunque por una falta de argumentos evidente resulte cada año menos atractivo para los espectadores. Por mucho que se haga en nombre de muy elevados principios, todas estas medidas suponen una suerte de expropiación o confiscación.
Es el mercado el que debe decidir. Ver desbordar a CR7 cuesta el dinero que el titular de sus derechos, el Real Madrid, diga que cuesta, y no es el Estado quien para regalárnoslo ni siquiera a aquellos que creamos que el portugués es un ser superior que ha venido a librarnos del argentino pusilánime. Descubrir la inocencia a través de los ojos de Murillo en “La Sagrada Familia del Pajarito” cuesta el dinero que el titular de sus derechos, el Reino de España, diga que cuesta mantener tan magnífica pinacoteca, sin que los españoles ostentemos un derecho natural a disfrutarlo gratis. Zambullirse en la oscuridad humana de la mano de Casement en “El sueño del celta” debe valer lo que los seguidores de Vargas Llosa estamos dispuesto a pagar a quien debe fijar su precio, que son las librerías, que por algo son quienes lo venden. El delicado monólogo de Diego, el de “Primos” de Daniel Sánchez-Arévalo, ante la tumba de su padre sobre el miedo a la soledad, atrae suficientes espectadores, sin que el Estado tenga derecho alguno a sacar de nuestros bolsillos dinero para financiar la película. El talento no necesita de la confiscación, ni los ciudadanos que en nuestro nombre se expropie bajo la excusa de la defensa del interés general.